miércoles, 24 de marzo de 2010

Peluqueras.

Ir a la peluquería es uno de los últimos placeres de la clase media por el que pueden pagar. Y mío también, como buen católico de clase media que soy. Me gusta ir a la peluquería, me gustan las peluqueras, podría casarme con una de ellas, una cualquiera de ellas. Son perfectas, huelen tan bien. Seleccionan las cremas y potingues de acuerdo a razones que ellas solo entienden y que a nadie explicarán. Saben qué día justo deben empezar la dieta para llegar al verano con las curvas definidas y la piel lista a recibir sol y sol y sol, aunque yo las veo bien con un parde kilos de más, que se me antojan sensuales descubiertos sobre sus vientres. Y concretamente, su oficio lo cumplen, aunque no sé muy bien por qué nuestro Dios las creó y con qué intención, no sé... pero, al menos a mí, me producen pecados imaginarios que me gustaría hacerlas padecer, o mejor sufrir, sí, mejor sufrir. Ellas pueden soportarlo, pues cada día de labor pasan sus delicados dedos por cabellos, aunan pelos entre sus dedos y los cortan, calculan bien para construir símetría sobre nuestras cabezas. No sé si la sociedad las ha tenido en cuenta como yo, espero que no, porque yo las mitifico más y las intento seducir, pero no se dejan, son tan profesionales ellas, que dan vueltas derredor de ti y no sabes si es intencionadamente que acercan sus pechos para que sueñes más, o si no esconde motivos sexuales su modo de tocarte, de entretenerse con tus orejas y mencionar su tamaño, gracioso para ellas y para ti nada, tú estás borracho de felicidad, te sientes en un trono y te dejas hacer, pero no cierras los ojos, pues puedes perderte en los sueños y liberar tus manos y volverlas hacia atrás y tocarles las caras, quizás también los cabellos, pero cómo, si ellas van tan bien peinadas que no es ya un delito o un pecado deshacer los arreglos de sus cabezas, sino una culpa eterna.

Me gustaría ir todos los días a la peluquería. Y no puedo, mi vagancia me niega ese placer, aunque mi pelo crezca con rapidez de yerba salvaje. De verdad, me gustaria ir siempre como creo que Dios hace, aunque pensándolo bien, el tipo seguro que tiene una peluquera para él solito en casa y no le hace falta, y siempre, a cada hora, le pide que le pase los dedos por los cabellos largos y le recorte las puntas, tanto de la barba como del pelo y se lo lave y le pervierta las ideas, las que crecen junto a las raíces capilares, que sin duda, son las mejores.

Así que recemos a Dios y pidámosle que nos case con una peluquera, no la mejor, cualquiera de ellas nos aseguraría la felicidad pulcra y católica, el deseo y el placer que Jesucristo nos brindó para la eternidad cuando murió despeinado, con el pelo sucio sobre la cruz.

lunes, 15 de marzo de 2010

Diecinueve.

                                a V.
Te quiero despintar la boca roja
y contar tus costillas con mi lengua.

Daría mi nombre que es lo que me queda
pues todo lo aposté por ti
daría mi nombre digo
por ver tu silueta famélica
alargarse
delante de mi ventana.
Pero no mi cuerpo que debe llevarme a ti.

No los pies ni las manos
ni la lengua
que serán contigo.

Daría mis apellidos,
tú solo tienes que venir.

Ven, deja ya las caricias
y atiende a mi lengua.

Escapa del miedo
y cúrame los labios de frío.